Estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación —mundialmente conocida como FAO— apuntan a la necesidad de aumentar la producción de alimentos en un 60% para 2050, a fin de alimentar a una población que se estima superará los 9 000 millones de personas, en un planeta que en los próximos treinta años perderá la décima parte de la superficie cultivable por erosión, desertificación o cambio climático. ¿Cómo vamos a alimentar a tres mil quinientos millones más de personas con menos superficie cultivable, con menos agua y con menos consumo de energía? La respuesta parece ser una sola: desarrollando formas más eficaces de producir alimentos y avanzar hacia sistemas agrícolas cada vez más sostenibles, productivos y eficientes. Para alcanzar estos resultados una de las herramientas esenciales con que contamos es el mejoramiento genético.
Históricamente el mejoramiento genético convencional ha sido esencial para mejorar la producción y calidad en los principales cultivos anuales (cereales, leguminosas, praderas, hortalizas), perennes (frutales, forestales) y animales. Los expertos estiman que aproximadamente el 50 % del aumento de la producción mundial se debe al uso de nuevas variedades genéticas y el otro 50 % al uso de nuevas prácticas culturales. A pesar de que las plantas intercambian genes cuando se reproducen sin necesitar la ayuda humana y la utilización de la genética es una práctica milenaria, por desgracia el debate acerca de cómo abordar el desafío alimentario global se ha polarizado, enfrentando a la agricultura convencional con los sistemas alimentarios de menor escala y orgánicos, que no utilizan productos químicos sintéticos (fertilizantes, herbicidas, y otros) ni variedades transgénicas en sus sistemas productivos.
Así, quienes están en contra de los modelos a gran escala piensan que la aplicación de la genética a la alimentación es algo antinatural y ven con recelos las investigaciones científicas y sus aplicaciones tecnológicas, las que son percibidas como innecesarias y peligrosas para la salud humana. También suponen que las granjas orgánicas pueden incrementar la producción adoptando técnicas que mejoren los cultivos sin fertilizantes sintéticos ni manipulación genética. Por otro lado, quienes están a favor de la agricultura convencional alaban los avances de la modificación genética en los alimentos y ponen énfasis en sus ventajas, como la resistencia a plagas, la capacidad de producir toxinas insecticidas por su propia cuenta, la de obtener frutos más grandes, en mayor cantidad y en menor tiempo. Entre los beneficios económicos y ambientales que conlleva el mejoramiento genético se destacan el aumento de la producción, calidad y capacidad de los cultivos para crecer y desarrollarse con menos agua, suponiendo un importante ahorro para zonas con escasez hídrica y afectadas por el cambio climático, así como también la posibilidad de obtener cultivos más sanos y variados.
En cualquiera de los casos, los expertos consideran que el mejoramiento genético seguirá siendo la base para generar los alimentos del futuro. En Chile, el Instituto de Investigaciones Agropecuarias (INIA), considerada como la principal institución de investigación agropecuaria del país, desde hace cinco décadas posee programas de mejoramiento genético en los que distintos especialistas se han dedicado a crear variedades chilenas de trigo, papa, arroz, frutas, avena, porotos lupinos y hortalizas, mejoradas y adaptadas a las distintas condiciones agrícolas de nuestro país.
Julio Kalazich, ingeniero agrónomo de la Universidad Austral de Chile y doctor en Mejoramiento Genético de Plantas en la Universidad de Cornell, USA, es el actual director nacional de esta institución. El profesional explica a Enfoque que al contrario de los que muchos piensan, el mejoramiento genético no es equivalente a transgenia, que es uno de los métodos de mejoramiento genético que existen. “Las más de 270 variedades liberadas por INIA han sido obtenidas por métodos convencionales de mejoramiento genético de cultivos, sin intervención de transgenia, donde el fitomejorador identifica los mejores genotipos y procede a cruzar diferentes variedades seleccionadas como “padres”, de acuerdo a las características que se quieren incorporar en la nueva variedad”, explica Kalazich, para quien el mejoramiento genético “es una combinación entre arte y ciencia porque se deben manejar conceptos de agronomía, genética, patología, técnicas de mejoramiento de suelo y también de mercado, para que los agricultores usen nuestras semillas y sus productos lleguen al consumidor, de lo contrario toda la investigación que hacemos sería un fracaso”.
Kalazich argumenta que de acuerdo a las proyecciones mundiales, el aumento de temperaturas y los períodos de sequía provocarán una disminución de los rendimientos en cultivos estratégicos como el trigo, la papa y otros, particularmente en zonas donde no existe la posibilidad de implementar riego tecnificado. Para revertir esta situación el INIA busca aumentar la competitividad y sustentabilidad de estos cultivos frente al cambio climático, a través de la selección y desarrollo de variedades con mayor tolerancia a sequía y altas temperaturas, junto con protocolos de caracterización genética y fenotípica eficientes y estandarizados. De hecho, en total, se han identificado más de 300 genotipos de trigo y papa resistentes al déficit hídrico.
La nota completa fue publicada por la Revista Enfoque bajo el título de Papas del futuro: Los guardianes de la mesa chilena.